sábado, 10 de enero de 2015

Flamenco Moraíto Chico Cádiz


Biografía:

Para conocer a Moraíto Chico hay que situarse primero en los años cincuenta y sesenta, en Andalucía. Décadas preñadas de artistas que asumían buena parte de su rodaje en los corrales: Terremoto, El Serna o el Borrico, entre otros. Manuel Moreno Junquera (1955) nació en pleno corazón del barrio de Santiago, en la calle Sangre. Un pulmón flamenco jerezano nutrido de patios de vecinos en los que las puertas siempre están abiertas de par en par.
Las penurias y los avatares a los que se enfrentaban los gitanos por aquel entonces eran combatidos, casi a diario, con sentido del humor y, a ser posible, a base de reuniones flamencas. Cualquier excusa era buena para que saltase la llama del cante. Existían en aquellos tiempos dos tipos de cantaores. Estaban los artistas, que se ganaban la vida sobre los tablaos flamencos de la época, recorriendo las ventas o prestando su garganta a las fiestas de los señoritos, en bautizos o veladas privadas. Y, en el mismo orden, figuraban los "aficionados". A éstos, a diferencia de los primeros, no les hacía tanta falta el dinero, pero eran cantaores por derecho propio. Demostraban sus dotes en los tabancos o en los encuentros que les servían para retozarse en lo más jondo. No obstante, ambas categorías iban de la mano en las juergas flamencas nocturnas -muchos gitanos están convencidos de que no podrá saber de flamenco aquel que no se haya emborrachado ochocientas veces con los artistas- o los corrales, donde fluía cante, baile y toque como un torrente que a menudo inundaba las calles de Santiago. En esta corriente se zambulló Moraíto Chico, como tantos otros, prendado por el arte que manipulaban sus mayores a su antojo.
Su familia y la guitarra son una misma cosa. Basta citar a su tío Manuel Morao como ejemplo. Este fue de los primeros tocaores que se atrevió, con sumo acierto, a agregar técnica e inventiva de su propia cosecha a los cuatro acordes que a la sazón se habían convertido en el "abc" de la guitarra durante las décadas anteriores.
Como si se tratase de un juego, Moraíto, recién cumplidos los quince, se apostó a sí mismo que tendría que mejorar la técnica de sus allegados y amigos. Gracias a su timidez y a su talante humilde siempre fue bien recibido por los flamencos, y su guitarra, a pasos agigantados, no tardaría en abrirse un hueco entre las fiestas más punteras. Pronto serían los propios artistas los que se rifasen su peculiar soniquete. Ese que, como él mismo afirma, lleva siempre en los bolsillos. Paco Cepero o Parrilla de Jerez serían, entre otros, las cepas de las que bebería su toque en sus comienzos. Su atención también se desviaría a un tocaor que sacaba especial brillo a su sonanta: Paco de Lucía.
Así las cosas, y como si se tratase de una senda cuyo recorrido estuviese marcado, Moraíto empezó a conocer el país tocando para las figuras del cante que le salían al paso. Sería más fácil enumerar a los cantaores que no contaron con su compañía que al contrario. Los inicios le marcaron tanto en su profesión como en su personalidad. Para ganarse el jornal, en infinidad de ocasiones, había que asaltar el sueño, en mitad de la noche, para atender a los caprichos de no pocos señoritos. Cuestión que tarda en cicatrizar. El circuito de festivales apenas daba para llenar el estómago y el flamenco no se atrevía aún a reclamar los derechos que le habían sido negados desde sus orígenes.
El son de Moraíto parecía tocado por la Divina Providencia aunque nadie supiese explicar el por qué. ¿Cuál era su secreto?. La receta no se desvela en sus dos trabajos en solitario: "Morao, Morao" y "Morao y Oro", pese a que el hombre introvertido sobre los escenarios siempre deje en el aire un escalofrío agradable. Una sensación de genialidad que escapaba a razonamientos variopintos. El tocaor jerezano nunca se salió de los cuatro costados del cante jondo para acompañarlo y, sin embargo, satisfizo sus anhelos de abrir fronteras con buenas dosis de imaginación y un gusto exquisito. No ha destacado por sus picados inverosímiles o sus arpegios increíbles, pese a que el techo de su técnica no encuentra fin. Moraíto, curiosamente, ha sabido rebuscar en sus adentros dónde se encuentra el misterio de la sencillez. Defiende la virtud del silencio para tocar con sinceridad, gracia y temple. Opta siempre por el juego. Aboga por el salero versus la técnica insufrible. El ángel por encima de todo.
Los resultados no tardaron en asomarse. Sus contratiempos, los regates al compás y sus remates alocados le marcarían para siempre y le ayudarían a ser grande sin menospreciar el flamenco. Del remate de la soleá dicen que nació la bulería. ¿Cuántas "pataítas" ven la luz cuando el tocaor de Santiago apuntala por fiesta? El duende sería el primero en ponerse a sus pies, ya que no se haya entre la prima y el bordón, sino en los espíritus aventureros, aquellos que se lanzan al vacío sin una red que les proteja. Confiando en quedar suspendidos en el aire.
Precisamente, éste es el título del álbum que ha grabado junto a José Mercé y Tino di Geraldo, guiados todos por Isidro Muñoz: "Aire". Un trabajo en el que deja su tarjeta de visita con sus primeros acordes. Un reto que ha asumido sin complejos, participando en todos los temas y dejando su musicalidad patente en unos fandangos que saben a "gloria" y en unas falsetas que ponen firme a la soleá bautizada como "El café". Cuatro primeras notas y... ¡Ahí está su tintineo inconfundible! Sus admiradores lo reconocerán al momento, pese a las imágenes, como la de la contraportada, con las que ilustra el disco compacto. Aparenta estar pasado del cante, de las juergas y de las noches en vela poniendo música a las cuerdas musicales más privilegiadas del panorama jondo.
En realidad, así es.
David Fernández
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